Un día comprendes que escribir es una herramienta que te consigue cosas. Aprendes a jerarquizar ideas, a escoger el tono adecuado, a dosificar la información, a adornar o a ser concisa. Que hay diferentes tipos de texto y que debes pensar en el lector. Te llenas de palabras nuevas, lees con menos hambre y más apetito.
Otro día te dices que a lo mejor Literatura o Historia y te decides por Sociología porque la supones más maleable. Otro día escribes reseñas, tesis, ensayos e informes, y otro, mágico, compruebas que saber escribir cosas es más efectivo que saber cosas, y te haces socióloga a pesar de tu incapacidad real de leer más de tres páginas de El Capital.
No resulta tan descabellado, entonces, querer que escribir sea la manera de desenvolverse en el mundo.
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Escribir suele ser un eco de haber leído. Todavía me desconcierta el volumen inabarcable de todas las letras del mundo. El afán prometeico de leerlo todo, lo que con el tiempo se va filtrando por el gusto, la disponibilidad, el interés y otros azares. Escribir es un reflejo de la fascinación que produce esa comunicación íntima con lo remoto. Leer es una forma sofisticada de compañía.
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E. y yo nos conocimos en la ruta del colegio. No sé cuándo ni cómo descubrimos que a las dos nos gustaba leer; ella, compulsivamente, a Ágatha Christie, y yo la serie de Escalofríos; ambas, volúmenes multicolor de Torre de Papel, relatos y libros fantásticos de Roald Dahl, las tiras de Garfield y de Mafalda.
No sé cuándo ni cómo nos confesamos que también nos gustaba escribir.
Quizá fue por ella que abandoné mis lamentables intentos de reproducir historias en áticos y con monstruos inverosímiles a nuestra realidad latinoamericana y fracasé por primera vez en la poesía. Lo hicimos nuestro secreto compartido. Fijamos un día de la semana para reunirnos en el recreo de la mañana para leernos, escucharnos. Escribir.
Antes de eso yo ya había experimentado una suerte de éxito literario discreto pero definitivo. Tendría 8 ó 9 años cuando comencé a garabatear una serie de narraciones bajo el sello ANA MARÍA’S PRODUCTIONS. No sé cuántas historias atribuirle a ese precoz emprendimiento, pero la más memorable la hice en colaboración con una amiga que dibujaba mejor. Era una guía ilustrada para identificar marcianos basada en una caricatura bastante obvia de la rectora del colegio.
Cuando vi a mi papá sosteniendo mi gran obra, el súbito terror con el que anticipaba un regaño se convirtió en gloria ante su sonora carcajada. Pudo haber sido mi primer estímulo a la creación.
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Escribir cartas ha sido siempre la constante y es, con toda seguridad, la faceta de la escritura que más atesoro, que más agradezco, que más ejerzo, que mejor me sale.
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Durante tres años edité una revista digital que quería ser un puente entre la academia y la cultura. Durante tres años leí, escribí, comenté y pensé siempre en leer, escribir, comentar. Le aposté ferozmente a la escritura como proyecto de vida. Fui parte de un equipo y soñamos, ideamos, hicimos. Aprendimos sobre la marcha. Nos equivocamos sobre la marcha. Escribimos y creímos en ello hasta que la vida hizo lo suyo y nos pidió otros caminos.
A mí, por ejemplo, me pidió dejar de agotarme. Saber qué era un trabajo rutinario, tener cierta estabilidad. Leer más por gusto que por obligación. Me pidió quedarme en silencio un rato. Vivir más y pensar menos. Dejar de decir cosas para dejarme encontrar por nuevas cosas para decir.
Que el acto de escribir no se viera distorsionado por ambiciones salariales o presiones creativas o bolsas concursables o las temidas líneas muertas. Escribir sin presión interna, sin probar nada a nadie.
Que escribir volviera a ser eso que siempre fue: búsqueda, juego, tiempo.
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Escribo sobre escribir.
Escribo la lista del mercado. Las tareas pendientes. Los propósitos de año nuevo.
Escribo sobre lo que veo por vez primera.
Escribo porque un libro, una película, una obra, hace que me enamore de desconocidos.
Escribo porque al hablar me tiembla la voz, se activa un afán de citadina, muevo exageradamente las manos, olvido la mitad del mensaje, desgasto las muletillas y me tropiezo con el vocabulario.
Escribo para explicarme.
Escribo para agotar las formas en las que le puedo decir a alguien que lo quiero.
Escribo para ir haciéndome monólogos, escenas, manifiestos y confesiones. Una gran caja de evidencias, una contradicción o una constante (ambas).
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Escribir, como dice mi amigo del alma, para equivocarse.
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Pienso en todas las veces que me he mentido con un «no he tenido tiempo».
Si escribir es hacer, palpar, fabricar tiempo.
Somos E. y yo escondidas en el bosque del colegio leyendo poemas avergonzantes. Son las cartas que nunca llegan, las que no se responden. Son los diarios que nos asoman a ese territorio excitante de la vida de los otros (Je suis un autre). Son nuestras ocurrencias infantiles ilustradas o nuestros intentos de ser adultos responsables, de fijarnos metas. Son nuestros fracasos y esos días que le dan sentido al sinsentido que es estar viva.
Es el tiempo hecho trampolín, túnel, espejo, abismo, eco, eternidad, instante.
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Escribir es una cosa anárquica, personal. Lo escrito es lo que queda después de pasarse semanas pensando, dando forma, puliendo, borrando. Haber escrito es poner el punto final, aunque se prefieran los puntos suspensivos. Hacer línea y materia lo que antes eran amasijos de músicas e imágenes e impresiones vaporosas, impalpables.
Luego, el salto definitivo: la posibilidad de hacerse insospechada compañía. Ser leída. Por otras voces. En otros tiempos.
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