Lo primero es la escritura. Escribir como acto de libertad, como ejercicio posterior a la escucha, a la reflexión, a la experiencia. Escribir para reconstruir la memoria o inventarla. Escribir, como dice Camila Sosa Villada, para ir hacia el pasado, para realizar el «viaje inútil».

 

Cuando hablamos de literatura de la intimidad no solo hablamos de diarios, sino que abrimos el espectro y empiezan a filtrarse otras formas posibles: poemas, ensayos, cartas. Quien escribe lo hace investigando e investigándose, como quien observa a un animal husmeando en busca de comida, ensayando ideas o capturando instantes en un ejercicio casi obsesivo hacia el no-olvido, hacia la no-desaparición.

 

Escribimos porque hay una pulsión. Pero en la escritura de diarios hay, además, una relación estrecha y genuina con el mundo. Estamos en el centro de la experiencia porque no podemos estar en otro lugar. Todas las preguntas están abiertas y expuestas: la herida se abre. Relatamos un viaje queriendo decirnos a través de la montaña, del océano, de la gente. Ponemos fechas que después no tienen más importancia que la de ordenar la experiencia porque la memoria es cacofónica. O no ponemos fechas porque la escritura brota y es imparable y no sabemos qué día es.

 

En esta escritura hay intimidad porque se despliega el secreto: un secreto que estamos confesando y que pronto dejará de ser secreto. Pronto llenará un espacio y se inscribirá en la página. Como dice Laura Freixas en el prólogo de La desconocida que soy sobre el diario de Anaïs Nin: «Esa experimentación a tumba abierta solo la puede experimentar en la libertad que da un secreto: para eso sirve un diario». Aunque nuestros tiempos son otros y no corremos los mismos riesgos, hay siempre una necesidad de hacer palabra lo que nos atraviesa y no rendirnos en el intento de llegar a los rincones más oscuros. Por eso, también, el diario como refugio.

 

El hecho de tener un diario nos convoca físicamente porque muchas veces supone escribir a mano; escribir con todo el cuerpo. Hay una relación con el objeto, con el cuaderno, que está más presente que en otras escrituras. No todas las que escriben un diario lo hacen a mano, pero aun para quien escribe tecleando, existe una relación con el objeto imaginario, ese lugar para el registro al que acudimos de forma más o menos periódica. Ese espacio para la descarga, el descanso o la urgencia.

 

En la escritura siempre hay unx otrx. En la escritura íntima la otredad se ensancha, yace allí donde no podemos verla pero es hacia donde escribimos. María Inés La Greca habla en su libro Escribo entre dos mujeres de «interlocución profunda», esa experiencia en la que «yo me hablo con vos». Porque aunque «nos hablemos» a nosotras mismas en la escritura de la intimidad, lo hacemos con «esx otrx» que puede no ser nadie con un cuerpo, pero es alguien, y está en ninguna parte y también ahí mismo, a nuestro lado.

 

Escribimos queriendo saber que, a lo lejos, alguien escucha y en ese alguien resuenan nuestras palabras. Escribimos queriendo estar menos solas aunque la escritura se haga en soledad. Por eso lo íntimo es universal; por eso lo personal es político. Por eso compartiendo la escritura íntima, haciéndola colectiva, es que estamos creando este «mapa de voces» que resuenan unas con las otras, que se interpelan aun cuando se desconocen.