Dijo Patti Smith: “Escribimos porque no podemos limitarnos a vivir”.
La vida que elijo y construyo, con sus intensidades intermitentes, sus sinsentidos, sus hallazgos e ilusiones, se me vuelve incompleta si no escribo.
Cuando era una niña escribía en la escuela redacciones larguísimas, de letras grandes que desobedecían renglones, llenas de errores ortográficos que aún no superé. Desconozco por qué años más tarde dejé de escribir. Recuerdo que en algún momento esbocé poemas preadolescentes hablando del amor edulcorado de telenovelas que no había experimentado. Mucho más tarde llegaron las escrituras universitarias, académicas, periodísticas y ensayísticas. Claramente yo no estaba ahí. Esos textos no hablaban de mí, no eran mi voz.
Me acerqué al periodismo porque era una excusa para escribir, para sentarme y experimentar el placer de buscar y encontrar las palabras justas, para contar historias de injusticias que, creía, tenían que saberse y publicarse. Fracasé.
Siempre que me enfrento a una nota periodística en proceso me doy cuenta que me falta el oficio de investigar, indagar, hacer las preguntas justas, obtener las mejores respuestas. Me enredo y el resultado pocas veces me deja conforme. La escritura que me apasiona es esa refleja mis mundos internos. Oscuros, confusos, luminosos, repetitivos, entrañables. La escritura-puente. La escritura – espejo.
Cuando decidí recorrer Latinoamérica no tenía diario. Llevaba conmigo un cuaderno que terminó siendo contenedor de recuerdos en papel de la experiencia: servilletas, anotaciones sueltas con direcciones y palabras desconocidas, billetes de colores de países a los que nunca más volví, monedas, folletos, panfletos contra la violencia de género de Nicaragua, a favor de los derechos de las personas trans de Ecuador, películas de Cuba.
Escribí poco. Abordé el lenguaje conocido. Conté sobre otrxs, sobre los mundos que me atravesaron pero sin decir de qué manera, en la tercera persona singular que lo abrazaba todo. Encontré la asfixia y callé. Después, todo fue silencio de escritura.
No recuerdo cómo en pleno invierno del 2017 abrí un cuaderno artesanal de hojas rayadas, regalo de cumpleaños y con él abrí una puerta mágica: empecé a escribirme. (Me) hablé de mí. Abrí un diario y ahí, todavía, me encuentro. (Me) releo entre avergonzada y sorprendida.
En un taller literario me parí escritora. Conocí mis mundos internos y sus matices inacabados. Observé cómo pasaba los límites que entendí incómodos en el momento en que los transformé en palabras. Encontré tabúes como puertas de hierro que no puedo abrir todavía, pero ahora las veo y las miro firme sin pestañear, sabiendo que toda su imponencia se va a caer cuando me anime a soplarlas. Me di cuenta todo lo que mi propia historia encierra de luminoso y triste. Que el hilo conductor del abandono en todas sus formas me cacheteó siempre, me permitió ver demasiado desde el dolor y cada resiliencia me convirtió en quien soy hoy. Desde ahí escribo.
Hoy no imagino irme lejos de casa sin mi cuaderno. La escritura me sostiene. Yo la genero y ella vuelve como amarra a esa que soy y desconozco, a todas las demás mujeres que me habitan. Soy todas ellas.
Escribo porque muchas veces no puedo gritar. Escribo para no olvidar las emociones que después se diluyen y dejan la ilusión de no haber existido nunca. Escribo para la memoria. Para saber quién soy, quién deseo ser. Escribo como acto político de resistencia al silencio. Escribo para que los instantes no se me escapen en la tiranía el tiempo. Escribo para darle a las palabras el sentido y la vida que no crecerá en mi vientre. Escribo porque Patti tiene razón y con vivir no alcanza.
Foto de portada: Giuliana Santoli
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