Nos hemos conocido en viaje. Nos hemos escrito cartas en viaje. Nos hemos leído en viaje. Hemos compartido –y compartimos– el asombro, la llegada, la despedida. Nos hemos escrito las unas a las otras sobre la llegada del invierno o sobre los árboles secos del Norte o sobre las paredes blancas de las casas de las ciudades; los balcones en mayo, las frutas en la boca de alguien, la inminencia de un volcán desbordándose, el incendio, el sexo, los bosques, las amistades fugaces.

Llevamos un cuaderno en la mochila para no estar tan lejos: del hogar, del no-hogar, de nosotras mismas. Nos convoca un ejercicio tan antiguo y tan practicado como el de escribir diarios de viaje.

Hubo tiempos para los diarios de historiadores, colonos o científicos. También se piensa el s.XIX como la época más prolífica para los diarios de viaje. La que remite a aquellos textos de carácter etnográfico que publicaban, sobre todo, los hombres. Pero ya desde el siglo pasado es común leer diarios de viaje que desafían las «leyes» de la narrativa tradicional. Diarios en los que el paisaje interior y exterior se confunden. En los que la voz poética emerge. En los que no existe una intención de puro registro, sino que la intimidad es un lugar habitable dentro del lugar en el que ocurre el viaje. Diarios en los que hay movimiento y quietud. Esos son los diarios de viaje que más nos interesan.

Leemos diarios casi orales, otros más narrativos. Algunos muy cercanos al registro, como Antártida negra, de Adriana Lestido, pero en el que las dimensiones de la escritura se dilatan entre líneas hacia las profundidades:

Ya en la Isla Decepción.

El viaje fue bello, momentos de luz mágica. Pero la isla hace honor a su nombre: una desilusión. La fantasía del blanco, del continente blanco, será para otro viaje. Decepción es el lugar menos blanco de la Antártida: es negra. Como la tierra es volcánica, el calor derrite la nieve al toque. Sólo en pleno invierno está blanca. Pero igual tiene lo suyo, es extraña. ¡Fuego bajo el hielo!

Otros más poéticos, casi como poemas largos que se extienden por los pliegues de los paisajes recorridos, como Memorias de la luz, de Magalí Vidoz:

Junio. Adoración a las flores.

Cierro los ojos mientras me alejo de la capital y veo túneles kilométricos, las curvas, las construcciones sobre los valles, con qué gusto escucho a la gente hablar en el bus blanco, comer cosas crocantes, porque antes de dejar Sofia dormí una mañana dulce con voz de profeta mientras me miro al espejo, los ojos brillantes, la claridad de Sofia que entra suave de madrugada. Esta noche tuve miedo. La madera es redentora. Cerámica: lo femenino, amasar, dar forma. El árbol: fálico, sobre el agua, masculino.

Las montañas de luz los árboles en flor las piedras de luz la tarde luz.

Desayuno en el bar de Boris. Panqueques tibios de chocolate y té verde. Luego me recuesto y escribo, desnuda los veinte grados de la habitación, hoy estoy siendo toda para mí, completamente para mí, cada regalo que me hago, lavarme los dientes lentamente bajo la ducha, elegir un desayuno o mirar a Boris largo rato en sus ojos celestes, buscar shampoo en el supermercado, saludar con las manos.

Otros observan el paisaje con asombro. En este sentido queremos rescatar Mi montaña, el diario que Eider Elizegi escribió mientras vivía en un refugio en el Mont Blanc:

Salgo. Sola. Paso a paso, mis pies saborean el hielo y, casi sin que me dé cuenta, me conducen hasta la arista. Miro alrededor. Blanco. Me gusta tratar de percibir la realidad escapándome de mis ojos, dejando de ser humana. ¿Cómo debe ser existir siendo una montaña? ¿Acaso se percibe la montaña a sí misma? ¿Es consciente tal vez de su altura? ¿Siente frío? ¿Agradece la calidez de los rayos de sol? ¿Percibe el movimiento de los glaciares y las gritas rasgando su piel? ¿Tiembla con los aludes? ¿Necesita percibirse, reflexionar o ser consciente de sí misma para existir? ¿Necesita decir «yo» para ser? Y el paisaje, pronunciando silencios, calla.

De hecho, en La desconocida que soy (en ambos volúmenes) hay una multiplicidad latente de formas de contar el viaje (desde adentro hacia el afuera, y al revés), formas diversas y riquísimas de narrar los lugares, de escribir al cuerpo propio atravesando un espacio, huyendo, llegando a una ciudad nueva. Son diarios de viaje y también diarios migrantes. Diarios de mujeres cursiva que cuentan su propia historia. Que viajan solas, que temen, que avanzan, que son valientes no por no tener miedo, sino por reconocer su miedo. La desconocida que soy es un libro donde las subjetividades no compiten por recrear un viaje perfecto y heroico, sino que se encuentran en los vacíos, en las plenitudes, en las obsesiones, en el deseo profundo y desconcertante de querer ir hacia no se sabe dónde.

Durante el viaje –porque el viaje es siempre un proceso y no un «llegar a y partir de»– buscamos un lugar donde refugiarnos a escribir: una habitación, la sombra de un árbol, el asiento de un autobús. Es el momento en el que lo vivido reposa para la escritura. El momento en el que la escritura rescata, elige hacer de la «realidad» memoria.

En los diarios de viaje dejamos constancia de que el sol se puso por detrás de las montañas, de que en el mercado compramos lo necesario, del nombre de los pájaros, de los ríos, de que un grupo de mujeres se reunió para cambiar las lógicas patriarcales. Pero también de que nos vimos en un espejo y no nos reconocimos, de que no encontramos el sentido, de que nos reímos, de que tuvimos un orgasmo, dos, muchos, ninguno. En los diarios de viaje extrañamos la casa, encontramos el hogar, nos perdemos, tratamos de restituir la distancia.

Cuando viajamos escribimos como si fuéramos completamente libres. Como si eso fuera posible. Como si el día fuera la vida. Como si el tiempo no se preocupase de ser tiempo, como dijo Menchu Gutiérrez una vez en Buenos Aires. Cuando viajamos escribimos no para volver a casa, sino como si volviéramos a casa. 

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