¿Cuántas veces hemos sentido la necesidad de un refugio? ¿Cuántas veces lo hemos encontrado? ¿Nos ha sido posible habitarlo? ¿De qué manera?
Llegué a vivir a la ciudad de La Plata en el año 2011. Buscaba algo, aunque no sabía muy bien qué. Me motivaba el deseo de ponerme en otra/nueva situación, en otro/nuevo lugar, de desconocerme y reinventarme, de darme, ¿por qué no?, esa otra/nueva oportunidad que siempre merecemos.
Recuerdo que después de soltar las valijas que traía desde Colombia en el lugar que con el paso del tiempo sería mi nuevo hogar, me senté en un sillón y encontré frente a mí, en la mesa del comedor, un libro. Era un libro delgado, de no muchas páginas, de color ahuesado y con una tipografía de tapa sencilla, discreta, que no alardeaba, y que, a mi parecer, aguardaba pacientemente por alguna lectura o alguna lectora. No lo conocía de antes. Ni al libro ni a su autora, Victoria Schcolnik. A decir verdad, no conocía muchos libros más de los que se suponía que para entonces debía conocer, los «grandes clásicos de la literatura» (Dostoievsky, Faulkner, Hemingway, García Márquez, Borges, Cortázar, por nombrar algunos) y otros sobre periodismo, oficio al que había decidido dedicarme. Valga aclarar que conocer a los «grandes clásicos» no implicaba haberme entregado a su lectura, al menos no intensamente.
Tomé el libro de la autora que desconocía, lo hojeé, leí un par de poemas al pasar y, en ese momento, cuando aún me invadía la incertidumbre sobre qué sería de mi vida en este país, que también desconocía, presentí lo que ese libro significaría para mí: tener en mis manos El Refugio de Victoria Schcolnik, me llevaba a intuir el presagio del libro, de los libros, de los tantos otros/nuevos libros que vendrían como ese refugio que buscaba, que necesitaba, que deseaba; un refugio que habitaría bajo techo o a la intemperie, un refugio que serían muchos.
De a poco fui encontrando en los poemas de Victoria que el sentido de mi viaje al sur era el encuentro con la lectura pero, además, el encuentro fortuito con la escritura de otras mujeres como posibilidad de habitarme a mí misma desde esas tantas otras voces que también soy, desde otros miedos que también serían los míos, desde otros deseos, otras palabras, otras miradas, otras/nuevas experiencias desde las cuales sentir el mundo adentro mío y, al mismo tiempo, estar profundamente sumergida en él; de ser tanto las formas con las que nos nombramos como el pacto de lo que callamos, de ser lo que pasa, efímero, lo que se agota, pero también lo que aguarda, lo que permanece; de saber que el desafío para ser yo misma consiste, aún hoy, en intentar «arrebatarle poder al miedo para desafiar esa fuerza que nos aísla y nos despoja del riesgo y la belleza del contacto con el mundo» —como dice Claudia Masin en el prólogo que hace al poemario de Victoria— y que ese intento es posible así: leyéndome, leyéndolas, intensamente.
Hace un mes descubrí en una librería del barrio de Almagro el libro Escribo entre dos mujeres de María Inés La Greca, editado por Madreselva, prologado por Elsa Ducaroff y con un epílogo epistolar entre la autora y Virginia Cano. Lo tomé, leí la contratapa, el índice, algunos fragmentos del prólogo, y quise irme lo más pronto posible a leerlo en mi soledad compartida.
«¿Tengo yo algo que decir?», se pregunta. Y ante esta duda, ensaya una escritura desde el deseo, desde el deseo como hábito, desde el deseo que se vuelve habitual y en el que la propia vida es nada menos que esa voz propia que se despliega como insurrección frente al silencio y frente al miedo de ser una mujer que dice lo que piensa, que hace pública su escritura.
Escribe sobre cómo su propia experiencia, que es a la vez su voz misma, su voz íntima y su voz escritural, es construida por la posibilidad de hablar íntimamente con otrx, por el diálogo posible que sucede a través de la mutua lectura y escritura, por la interlocución intersubjetivamente vivida, por la interlocución profunda.
Al leerla no pude evitar pensar que María Inés también encontró, como yo, un refugio en la lectura, en la escritura, en la relación que ambas habilitan para y entre las mujeres, en los afectos y comunidades construidas con ellas y gracias a ellas, real e imaginariamente. Al leerla no pude evitar emocionarme y sentir cómo ella es ahora también cómplice de mis búsquedas incesantes, de mis anhelos, de esta voz que de a poco intento construir a través de la lectura intensa y alegre de las mujeres que han hecho pública su escritura.
Cuando vuelvo a leer que María Inés también buscaba un refugio, un lugar en donde poder sentirse a salvo, un «hogar para nuestra precariedad ontológica», como dice, no puedo evitar celebrar el encuentro con este libro, con su escritura, con «ese otro modo del danzar de las manos en el aire de una noche en que una mujer se hace preguntas», con esa otra/nueva mujer que también soy, que también fue Victoria, que quizás seamos todas.
Después del viaje, después de la intuición, del presagio, después de Victoria y de los poemas en las diagonales y las plazas de la ciudad de La Plata, después de tantas cómplices reales e imaginarias que no llego a enlistar, después de los años, de la librería de Almagro y el encuentro con María Inés, después de lo que escribo, lo que edito y lo que apruebo, sigo habitando este/mi refugio. Un refugio que son muchos y en el que seguiré desconociéndome y reinventándome intensa, temerosa, alegre y libremente.
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