La ducha pausada. Me detengo a sentir cada etapa como algo ajeno a lo cotidiano, como una ceremonia leve. Me saco la ropa, abandono capas de mí, hago visible toda la información del encuentro: quedó flotando como una estela de vida. Me resisto al agua al principio, por miedo a que se lave la presencia. Hasta que me doy cuenta de que el agua recupera las imágenes para mí. Las hace permanentes.

 

Salgo fresca luego del agua. Entonces el aire como una caricia tenue. Se escucha el río. Hay muchas plantas nuevas en el jardín, pero me faltan algunos árboles que fueron los juegos de niña. Especialmente el árbol elefante.

 

El viento y los rumores que se dejan oír en él me vuelven leve. Me liberan de expectativas. Si soy leve, ninguna caída puede dañar demasiado, ningún lugar es demasiado lejos. Entonces suelto. Suelto el aire de mis pulmones, los pensamientos. Suelto hasta las ganas de agarrar.

 

La tierra abre su abrazo a recibirme. Me retuerzo placenteramente interviniendo las espirales de mi cuerpo. Recibo el cariño de la fuerza de gravedad, entrego todo mi peso como una pequeña ofrenda.

 

El fuego culmina el círculo. El sol despierta toda mi superficie.

 

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Es un día en que se despierta la sensación de que la tierra está colmada de mujeres inspiradoras.

 

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Algo se rompió. Adentro y afuera. Quizás era necesario para salir de la inercia.

 

No veré cómo el viento desprende los colores de este valle. Pero sí he sabido deshojarme antes de partir.

 

Soy puro inicio. Un despertarme en la mañana en la que se entremezclan los sueños con los grandes desafíos. Todo el vacío del mundo apretado en un sólo estómago.

 

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Por la mañana tomo mates con jengibre con todos mis fantasmas.

Converso con mi propia fragilidad.

Soñé que brotaba agua a borbotones del fuelle mientras tocaba. ¿Serán todas las aguas que ha movido la tormenta?

Quisiera no sustentarme en fantasías de lo que no es.

Me he quedado tan quieta que me sentí cercana a la naturaleza de las plantas.

Demasiado tiempo estremeciéndome con Alejandra Pizarnik.

Quieta.

Vestigio de la noche de poemas ardientes.

 

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Dispongo la manta. Enciendo la vela. Quemo palo santo. Respiro.

 

El humo abre mis canales. Me conduce a entregarme toda a la música.

 

El ritual me invita a entrar en otra frecuencia. Todo es en calma. Me entrego a mi cuerpo. Me entrego a la tierra. Respiro.

 

Suelto. Solo soy, lentamente, mientras mi cuerpo se llena y se vacía de aire.

 

Y me quiero así. Sin pensamientos.

 

«Lo único permanente en los patrones de conducta es la creencia de que lo son», Feldenkrais.

 

Vuelvo al acordeón y me pregunto cómo pude caerme de un barco tan grande.

 

Descubro que necesito mucha menos fuerza para mover el fuelle de la que habitualmente uso. No es necesaria tanta energía para hacerlo vibrar. Aplico la ley del menor esfuerzo y le doy un respiro a mi espalda.

 

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Hago pausas en la lectura y me dejo ir. La mirada perdida descubre signos de la infancia, el sitio donde una vez creció el árbol elefante.

 

Solía subir a ese árbol para probarme a mí misma. Bien sabía que desde esa altura podía saltar sin lastimarme. A veces lo hacía sin pensarlo y corría a subir para saltar otra vez. Otras veces demoraba mucho dudando, mis piernitas se balanceaban frente a la inmensidad del vértigo. Incluso había ocasiones en que no me animaba a dar el salto y bajaba por donde había subido.

 

Me preguntaba por qué si sabía que no me lastimaría, siempre me daba tanto miedo.

 

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Mi mirada perdida ahora va en bicicleta por Tulum. ¿Cuánto tiempo pasó desde entonces?

 

Llego hasta un cenote que me recibe como un abrazo. El agua, el aire, el manglar. Voy nadando hasta un camino que me conduce hacia una alta plataforma de madera. Me decido a dar el salto a las profundidades y se me ablanda todo el cuerpo del miedo. En ese momento me siento la niña que se sentaba en lo alto del árbol elefante en busca del coraje para arrojarse al vacío.

 

Son segundos los que tardo en desandar el camino desde el caribe mexicano hasta la Patagonia, el tiempo desde mi infancia. Aunque aún me acompaña la sensación de estar al borde de un abismo.

 

A medida que voy avanzando, me doy cuenta de la magnitud de mis pasos. Estoy aterrada.

 

Aterrada. En la tierra.

 

 

Este fragemento de diario pertenece al VOL II de La desconocida que soy.