Viaje y escritura son dos entes inseparables para una mujer que desafió las normas de un tiempo que se precipitaba a la velocidad desbocada del s.XX, a veces incluso sin pretenderlo. La vida de Edith Wharton estuvo atravesada por una curiosidad insaciable que la llevó a viajar en varias ocasiones por Europa, Marruecos y otros enclaves del Mediterráneo, y en los que su pasión por el arte y la arquitectura condiciona cada uno de sus periplos. Pero conforme su escritura se consolida tras innumerables páginas a lo largo de años de viajes, Edith vuelca sus reflexiones hacia los entresijos del viaje en sí: la carretera que le devuelve la posibilidad de descubrir lo que está a mano y no solo a la vista, la gente que encuentra en el camino, el asombro en las salas de té marroquíes, la casa de George Sand a la que peregrina. En Del viaje como arte. Travesías por España, Francia, Italia y el Mediterráneo (La Línea del Horizonte, 2016) la autora fue capaz de humanizar el paisaje europeo, de convertirlo en un lienzo sobre el que plasmar su desaprobación hacia su Estados Unidos natal, al que recuerda frío y desalmado en contraposición, y de situarse en el centro de la experiencia viajera. Os dejamos algunos fragmentos para que os asoméis a esta ventana.
. . .
Por fin, las dos diligencias tienen toda la plaza para ellas solas. Allí permanecen, la una junta a la otra, en polvorienta somnolencia, hasta que los cencerros de las vacas las despierten de nuevo para partir. Una regresará a Thusis, a la región de los buenos hoteles, aire puro y tópicos escénicos. Puede volver vacía, por lo que a nosotros nos concierne. Pero la otra…, la otra despierta de su sueño alpino para cruzar el frío desfiladero al amanecer y bajar, a través de cálidos serpenteos, hasta la tierra donde los campanarios se tornan en «campanili», donde la vid, liberada de su sujeción vertical, echa una cana al aire abrazándose a las moscas, y lejos, más allá de la vega, el espejismo de las cúpulas y los chapiteles, de los muros pintados y de los altares esculpidos nos hacen señas a través de las polvorientas regiones de la memoria. En esa diligencia tomamos nuestros asientos.
. . .
El lector que nos haya acompañado en este deambular por Milán no habrá hecho más que rozar el borde del tejido de la ciudad. En la Pinacoteca de Brera, en la Ambrosiana, en la galería Poldi-Pezzoli y en el nuevo Museo Arqueológico, ahora adecuadamente albergado en el castillo de los Sforza, se encuentran tesoros que solo ceden la palma a los de Florencia o Roma. Pero tales tesoros figuran entre las riquezas catalogadas de la ciudad, están reseñados en las guías de viaje, se encuentran en las trilladas rutas turísticas. Sin embargo, es en los intersticios de tales estudios sistematizados del pasado, en los paréntesis de un viaje, donde el viajero accede a esas impresiones más íntimas que le ayudan a componer la imagen de cada ciudad, a conservar viva en la memoria los rasgos más distintivos de su personalidad.
. . .
El automóvil ha restablecido el encanto de viajar.
Al liberarnos de las servidumbres y los engorros del ferrocarril, de la sujeción a horarios fijos e itinerarios trillados, de la obligación de acercarse a cada ciudad por esas zonas de fealdad y desolación que el propio tren crea, el coche nos ha devuelto el asombro, la aventura y la novedad que animaba el camino de nuestros antepasados viajeros. Por encima de estos placeres recobrados está la dicha de tomar una ciudad desprevenida, de abordarla furtivamente a través de caminos secundarios y descubrir en ella algún aspecto íntimo de su pasado, alguna silueta oculta durante medio siglo o más tras la fea máscara de los terraplenes de las vías férreas y la mole de hierro de una estación. De este modo, los pueblos que nos perdimos y por los que suspiramos desde la ventanilla del tren —las aldeas nunca visitadas— han vuelto a nosotros, y nada podría ejemplificar mejor la importancia de tal recobro que el Paso de Calais en una tarde de mayo al subir la larga pendiente por el camino de Arras, partiendo de Boulogne.
. . .
Siempre es una pena llegar a una ciudad desconocida después del anochecer y perderse esos estadios preliminares de conocimiento que suelen resultar mucho más interesantes en las ciudades que en las personas, pero esa privación se compensa en parte por el espíritu de aventura con el que, a la mañana siguiente, uno se lanza a lo desconocido. No hay primeras impresiones que rectificar, o tal vez que desechar: la mente en esas ocasiones es como una página en blanco en la que la ciudad escribe su nombre.
. . .
La gente de las calles.
Para el viajero occidental la impresión más vívida que causa un primer contacto con el Oriente Próximo es la sorpresa de encontrarse en un país en el que el elemento humano aumenta, en lugar de disminuirlo, el deleite para la vista.
Después de todo, resulta que la armonía íntima entre naturaleza, arquitectura y anatomía humana que nos muestra el arte griego no se debió al ideal de perfección del artista, sino a una representación sincera de la realidad. Se daban y todavía se dan, escenas en las que la caída de los pliegues de los cortinajes de una verdulería, de la capa de un lechero, o de los harapos de un mendigo, forman parte de la composición, están claramente relacionada con ella en línea y color, y en las que la actitud natural no estudiada, del cuerpo humano es igualmente armoniosa, por muy rutinario que sea el acto que lleve a cabo. Este descubrimiento cuando el viajero vuelve del Oriente, reduce a la mitad el encanto de las más romántica de las escenas de la Europa occidental: en la Piazza de San Marcos, en el mercado de Siena, donde al menos las vestiduras de los procuradores, o las vistosas medias de los mozalbete de Pinturicchio justificaron en su momento la presencia humana en los cuadros del artista, al principio solo se percibe el atropello que infligen a la belleza «esos maniquíes del mundo moderno toda abundancia y presunción».
Comentarios recientes